martes, 29 de junio de 2021

Estado Actual VII: Recuerdos, fracasos y tranquilidad

Entre los recuerdos con los que suelo asociar mi niñez, siempre destacan los veranos en los que aprendí que la paz y la tranquilidad eran valores superiores a cualquier otro, guardo con especial cariño los minutos de silencio mirando por la ventana mientras mi familia se iba a dormir. Como mi padre era una persona silenciosa, podíamos pasar varios minutos sin hablar antes de la medianoche, y como rara vez siento sueño temprano, normalmente me quedaba mirando el bosque y escuchando el río mientras no pensaba nada en concreto.

Sin embargo, todas las veces que he recordado eso, he solido hacerlo basándome en el bienestar que surgía de todos los elementos que tenía ahí, mi juventud, mi padre, mis amigos, la naturaleza abundante, una completa desconexión del mundo (apenas tenía señal telefónica) y un ritmo de vida pausado, lejano a la prisa ansiosa que nos conduce a los excesos y el consumo.

Pero incluso así no había considerado que detrás de todo ello siempre hubo una disposción permanente que me permitía vivir esos días observándolos transcurrir libremente, jamás tenía expectativas sobre lo que iba a pasar, nunca me enfocaba en esperar algo y lo único que hacía era confiar en el permanente fluir y la capacidad de adaptarme para disfrutar de lo que viniese.

Las relaciones humanas, en cambio, rara vez están ajenas a las expectativas, cuando más compartes con alguien, cuanto más quieres a alguien, tanto más expuesto estás a esperar algo, condiciones como el enamoramiento, sentimientos como el amor o ideas como la cercanía y la amistad tampoco contribuyen a alejarse de ello.

Pero siempre que existen expectativas, llega la decepción.

De alguna manera, siempre supuse que las personas tenían la tendencia a dar lo mejor de sí durante su vida, en especial en su convivir con el otro, con el tiempo me di cuenta de que hay un sinfín de personas que están a medio camino incluso en sus relaciones interpersonales, que se dejan llevar por cosas como el egoísmo, el miedo, la envidia, una mezcla de todo ello, y desde ahí llegar a tener comportamientos que me son inentendibles.

En las expectativas, además, existe siempre un halo de esperanza, y en la esperanza siempre he sentido la presión de que aún se puede hacer un poco más, aún se puede conseguir algo mejor, aún  me puedo acercar algo más a lo que deseo, cosa que es mentira. Muy rara vez en mi vida he conseguido lo que quería, si bien he tenido algunas sorpresas gratas, me he hecho familiar de los fracasos y los resultados ingratos.

Fue precisamente pensando en ello que me di cuenta de que muchas veces recuperaba la paz luego de fracasar, una vez que llego a la conclusión lógica o emocional de que ya no hay nada más que hacer respecto a un objetivo o anhelo, puedo descansar, mi ansiedad se acaba y mi vida vuelve a aclararse, es mejor rendirse a tiempo que aceptar una derrota tardía. El fracaso a veces es muy parecido a sacarse un peso de encima, y a veces el cansancio puede doler mucho más que la pérdida de un proyecto, de un amor o la muerte de alguna idea.

Por eso, estos últimos meses de mi vida he decidido darme calma por las cosas que no he logrado y los fracasos que he vivido, nunca dejaré de odiar el fracaso, nunca dejaré de desear conseguir lo mejor de cada cosa, pero mientras pueda manejarlo como un impulso medido que viene de lo que espero únicamente de mí, y que no guarde relación alguna con lo que espere de mi entorno, probablemente recupere la calma que se transformó en un trastorno de ansiedad.

En el invierno el hielo cae todas las mañanas sobre esta ciudad, y un sol tímido se asoma apenas por algunas horas, ha sido así desde que era niño, la vida sigue, no pasa nada, quizás nada ha terminado como yo esperaba, pero ha terminado, puesto que todo se acaba, y eso puede ser una muy buena noticia entremedio de una vida llena de tantos cansancios y fatigas del querer.