I
Sobre una meseta levemente inclinada, justo antes de los
montes que revisten la costa, o justo antes de la costa que reviste el mar, dio
finalmente con recuerdos de su infancia, en lo que se podría llamar las ruinas
de Frotzenplaz, lugar en el que -según los ancianos- se podían observar las bocanadas de fuego con
las que las ranas dentadas hacían infranqueable aquel lugar, y lugar en el que -según
toda persona- Hannllvis mostró cómo su locura sería su instrumento más fuerte
de gobierno, emplazando ahí la ciudad paternal del quinto imperio de los
hombres claros, ahí, donde por primera vez un hombre mortal pudo ver el mar a
pasos de una iglesia, o un mercado plenamente oferente, se observaban ahora
cientos de cimientos y nada más que eso, como si una hoja gigante se hubiese arrastrado
contra la ciudad, llevando consigo todo
lo que perdiese conexión con el suelo, y, sin embargo, fue ahí mismo donde
Izkodar se detuvo para encontrar la calma que anhelaba.
- Aquí vivió Hannllvis –suspiró fríamente- que además de
fundador y gobernador de todo esto, fue mi padre, y aquí caminé junto a él una
y mil veces, arrastrando los leños que el bosque que nos abriga entregaba justo
antes del invierno, pues cuánto amaba valerse de sus propias manos.
Casi como si no le importara la destrucción completa de su
ciudad de infancia, o más bien, como si no le sorprendiese, caminó por lo que
eran menos que ruinas, como lo que eran más que atisbos lejanos que sólo su
corazón ahí forjado lograba enlazar para dar forma a certezas de pertenencia, y
cuanto más trabajaba en ello, cuanto más la angustia de su pecho se extendía.
Sólo por no ser ambiguos, diremos que mientras más recorrió cada escombro,
mientras más observó la anormalidad de todo lo roto y mientras más creció esa
sensación de no pertenecer al mundo, menos sorpresa capturó su cabeza, tanto así
había sido su viaje para llegar ahí, y la separación profunda de su infancia
ante la pérdida de su padre.
II
Si observásemos el plano de la ciudad de Frotzenplaz, de hace unos 100 ciclos1
atrás, veríamos una especie de alameda serpenteante que sube hacia el punto
mayor de la ciudad, en cuanto a altura, y en cuanto a cercanía con los montes
protectores, ahí, donde se emplazaba el palacio, se emanaba cierta brisa de
gloria que llamó a los oídos de Izkodar con suficiente fuerza como para
abandonar toda observación y girar la cabeza, tendremos que decir, sin ánimo de
cansar, que la otrora alameda ahora sólo era distinguible como un ancho camino,
zigzagueante y aun así especialmente transitable gracias a no contener
escombros, Izkodar lo siguió llegando al punto alto, donde al poner los pies y
reconocer la elasticidad del suelo logró recordar su viejo hogar de primeras
aventuras, la entrada al palacio de su padre, y casa gubernamental del Quinto
Imperio, levantó la cabeza como recordando mil detalles, se vio corriendo de un
punto a otro, sonriendo, esperando a su padre, abrazando a su madre, llamando a
sus hermanos o desafiando a sus amigos, y, de golpe, se vio envuelto en una
extraña sensación de asombro cuando, por sobre la altura de todo lo cortado, el
sillón gubernamental, a veces mal llamado trono, en el que tanta veces vió a su
padre entre cavilaciones por el futuro de su gente, por primera vez en años se
cuestionó la realidad de lo que veía, y se acercó corriendo ansiosamente para
palparlo.
III
Una vez alcanzó el gran sillón, y comprobar que era
realmente el de su padre, Izkodar se sentó por sobre uno de los posabrazos
(justo donde su madre le prohibía sentarse) y lloró amargas lágrimas por la infancia
perdida, que nunca pudo dejar de ver como una derrota de la vida frente a
él.
Ahí, sentado, recordó y redimensionó la presencia de su
compañía, cuando les vio subir tan
rápida como respetuosamente hacia donde él estaban, pues sentado allí, había un
dejo de grandeza en la inexperticie de su mirada, Izkodar sabía mucho de
recorrer el mundo y no ser vencido por sus novedades, pero nada de derrotar sus
adversidades desde un solo punto, el arte de gobernar le era completamente
desconocido, y sin embargo su ubicación frente a aquel sillón no llamaba sino a
creer en el camino demarcado que poseen los grandes hombres, al menos así lo
veían sus dos compañeras y su gran amigo, y tendremos que hablar de ellos.
Cuando se ubicaron todos en torno al gran sillón, se
sentaron despreocupadamente, disfrutando el silencio tan grande que permitía
suponer el golpeteo de las olas contra la gran costa este, justo tras los
montes protectores, esa brisa jugó con el pelo de dos bellas mujeres que
acompañaban desde hace un tiempo a Izkodar, a una la quería por su gran
sonrisa, su fuerte risa y sus pasos decididos, a la otra la amaba por cada momento que la
convertía en mujer, una era Daldieva, la otra era Dhakiala, una le parecía
bella como una flor silvestre a campo abierto en mediodía, la otra como un
pétalo en rocío cuando amanece, cuando aún esconde misterios que nuestro ojo no
ve, ambas eran hermanas descendientes de las familias basales de los hombres
claros, y habían aprendido a caminar junto a Izkodar sin juzgarlo, lo que para
él era como un prodigio.
Frente a ellas, y a la vez tras sus espaldas, caminaba
siempre Zakk, hijo de los hombres nocturnos, que había prometido fidelidad a
Izkodar cuando eran apenas unos niños, pero que este último jamás aceptó ver
como un menor, sino como un igual, tal era su convicción que le llamaba amigo,
y tal era su confianza que le tenía confiada la vida de las dos mujeres cuyas
cabelleras la brisa del mar lejano embellecía.
IV
Sin embargo, y contrario a lo que un observador supondría,
Izkodar no viajaba por ahí de forma casual, ni en búsqueda de lo que extrañaba,
sino en certeza de encontrar eslabones que le llevaran hacia todo lo olvidado,
pues aún sin tener ningún momento difuminado en su memoria desde que fuese
pequeño, tenía la certeza de que algo fundamental se había escapado de su vida,
llegó a esa conclusión luego de recorrer infinitas partes del mismo mundo,
tenía ese vacío de no encontrar en ningún rincón conocido lo que le llegaba a
faltar.
Gritó desgarrando su garganta a Zakk, indicando a sus dos
compañeras, mientras bajaba a toda carrera hacia la planicie más amplia de los
viejos escombros, justamente ahí, y tal vez por haberse detenido, un hacha
volante le arrancó el casco (y gracias a eso nada de su cuerpo propio) y acto
seguido vio sobre sí caer tres pesados cuerpos que le superaban por más de
cinco palmas, mientras intentaba identificar a aquellas beligerantes visitas, y
concluir que no parecían hombre de linaje alguno que conociera (pero por nada alguna
otra especie), utilizó su brazo más torpe para sostener su cuerpo y no
completar la caída, permitiendo un giro de pies que le permitió zafarse de sus
enemigos y tomar cierta distancia, pero solamente por la necesidad de romper su
inercia para atacar, así, mientras sacaba sus inmaculadas armas, el corvo de
Môrth [Brazo izquierdo] y la Espada de su padre se abalanzó contra sus
enemigos, mientras su brazo izquierdo rompió el vientre del que había quedado
más próximo, su pierna derecha dio contra el cuello del siguiente, y ahí, en
posición casi horizontal, exponiendo la guardia de su espalda, fue arremetido
por el tercer y libre atacante, hecho que Izkodar esperaba ansiosamente, pues
utilizó su aún libre brazo derecho para empinar su espada, de esta forma, al
girar, desgarró a el vientre de uno de sus enemigos, clavó mortalmente a otro,
y liberó su pierna de la sujeción que el tercero había hecho luego de recibir
el golpe, este último, en la pésima decisión de huir, fue aplastado desde su
espalda por dos golpes de rodilla y lo último que oyó fue un romper de casco
sobre su cabeza. Una vez deshecho de cualquier riesgo, Izkodar observó a un
grupo de cuatro atacantes atacando a Zakk, y por consiguiente, amenazando a sus
dos compañeras, sinceramente, no tiene caso describir cómo estos extraños
hombres conocieron su final, pero el más afortunado conservó sus brazos antes
de morir.
V
Izkodar se levantó una vez asestado el último golpe, y tras
mirar pasionalmente el bienestar de sus compañeras, bajó guiando por su olfato
en búsqueda del origen de aquellos individuos, y llegó entonces hasta un camino
para él desconocido que daba a aquellas ruinas, una ruta lateral que se perdía
en un baile de arbustos que apenas puede llamarse bosque, y del cual no pudo
ver final, más sí un par de ojos fríos que le miraban con miedo y desprecio,
como arrojando llamaradas azules, cuyas bocanadas había percibido cuando bajase
rápidamente de la colina para liberar de riesgo a su compañía de viaje.
Ahí, en esa ruta, se marcó el punto de inicio de lo que nos
convoca, y toda historia consiguiente bebió de su nombre, nunca por lo antes
descrito, sino por todo lo acontecido en su correspondiente futuro.