jueves, 17 de mayo de 2018

Sinceramente



Desde esta distancia, el recuerdo de mi infancia se asemeja a un día vibrante de verano en el sur, con un sol iluminándolo todo mientras el calor es suficiente para alimentar mi felicidad y la de mi entorno, sin sofocar a ninguno. Entonces, a lo lejos, en lo profundo del bosque, un pequeño punto de oscuridad se sostiene silente y constante, sin la posibilidad de ser consumido por fuerza alguna.

En esa época de luz, ese punto de oscuridad no era más que la consecuencia natural de ser feliz, y la impotencia de no poder decirle a toda esa vida el amor que sentía por vivirla. La incapacidad de abrazarla no era solo el miedo a no poder manifestarme del todo, sino que escondía la desesperación de no poder asegurarla en mis brazos, con el temor y la certeza de que, inevitablemente, habría de escabullirse sin que pudiese apenas hacer algo.

Era una época pacífica en que no sabía de juicios por mi forma crítica de pensar, en la que podía transitar largamente el mundo junto a mi padre, que me hizo falta aún en vida, tanto más desde que ha partido. Contaba permanentemente con un mundo hermoso que mi madre se esmeraba en mostrarme, y podía jugar incansablemente con mis hermanos, y podía reírme largamente con mis amigos.

Desde mi propia habitación, desde el balcón del segundo piso, u orillando el bosque que delimitaba mi patio, esa configuración de la vida me parecía perfecta, con un aire en brisa constante que me refrescaba alegremente luego de toda una tarde pateando un balón junto al amigo de toda mi vida, con las carreras permanentes junto a mi perro o recostándome junto a mi gata hasta quedarnos dormidos.

A veces me perdía en detalles menores, como la forma en que la luz cortaba los vitriales del baño de la casa de mis abuelos, a medianoche y en absoluto silencio, o en cosas de total importancia, como el parpadear de las espaldas de las luciérnagas cuando se acercaban a mis manos y sentían el calor que mi propio cuerpo emanaba.

A veces, cuando pienso en todo ello, comprendo que en ciertos momentos de mi vida me invadiese una extraña melancolía y el deseo de llorar, esa sensación de que algo se estaba perdiendo sin apenas saber de qué se trataba. Esas noches me dormían con un profundo pesar, pero me contentaba despertando junto a la misma vida que me hacía feliz, corriendo a desayunar junto a toda mi familia. Apenas puedo entender en este momento la plenitud que eso suponía, pero recuerdo con claridad el día que desperté sabiendo que eso se había ido.

A veces, pienso en volver, como volvería el hijo pródigo donde quienes le aman, para buscar el abrazo de los ríos y esos bosques que le rodeaban, o sentarme toda una tarde frente al lago que me daba la felicidad, pero entonces tengo el miedo de que mis ojos hayan olvidado cómo ver lo que veía, y volver a saludar a mis amigos sin que logremos encontrarnos, luego, la distancia de los ideales de cada uno me volvería a herir como en mi adultez temprana, y ya no tendría a mi padre para caminar y olvidarme de ello.

Mientras tanto, el mundo presente tiene el devenir de días de base oscura cuyos destellos de luz son suficiente para alcanzar a ver lo que me rodea, pero no mucho más, como buscando entre un detalle y otro la puerta de escape, me quedo dormido todas las noches.