Desde esta distancia, el recuerdo de mi infancia se asemeja a un día vibrante de verano en el sur, con un sol iluminándolo todo mientras
el calor es suficiente para alimentar mi felicidad y la de mi entorno, sin
sofocar a ninguno. Entonces, a lo lejos, en lo profundo del bosque, un pequeño
punto de oscuridad se sostiene silente y constante, sin la posibilidad de ser
consumido por fuerza alguna.
En esa época de luz, ese punto de oscuridad no era más que
la consecuencia natural de ser feliz, y la impotencia de no poder decirle a
toda esa vida el amor que sentía por vivirla. La incapacidad de abrazarla no
era solo el miedo a no poder manifestarme del todo, sino que escondía la
desesperación de no poder asegurarla en mis brazos, con el temor y la certeza
de que, inevitablemente, habría de escabullirse sin que pudiese apenas hacer
algo.
Era una época pacífica en que no sabía de juicios por mi
forma crítica de pensar, en la que podía transitar largamente el mundo junto a
mi padre, que me hizo falta aún en vida, tanto más desde que ha partido. Contaba
permanentemente con un mundo hermoso que mi madre se esmeraba en mostrarme, y
podía jugar incansablemente con mis hermanos, y podía reírme largamente con mis
amigos.
Desde mi propia habitación, desde el balcón del segundo
piso, u orillando el bosque que delimitaba mi patio, esa configuración de la
vida me parecía perfecta, con un aire en brisa constante que me refrescaba
alegremente luego de toda una tarde pateando un balón junto al amigo de toda mi
vida, con las carreras permanentes junto a mi perro o recostándome junto a mi
gata hasta quedarnos dormidos.
A veces me perdía en detalles menores, como la forma en que la luz cortaba los vitriales del baño de la casa de mis abuelos, a medianoche y
en absoluto silencio, o en cosas de total importancia, como el parpadear de las
espaldas de las luciérnagas cuando se acercaban a mis manos y sentían el calor
que mi propio cuerpo emanaba.
A veces, cuando pienso en todo ello, comprendo que en
ciertos momentos de mi vida me invadiese una extraña melancolía y el deseo de
llorar, esa sensación de que algo se estaba perdiendo sin apenas saber de qué
se trataba. Esas noches me dormían con un profundo pesar, pero me contentaba
despertando junto a la misma vida que me hacía feliz, corriendo a desayunar
junto a toda mi familia. Apenas puedo entender en este momento la plenitud que
eso suponía, pero recuerdo con claridad el día que desperté sabiendo que eso se
había ido.
A veces, pienso en volver, como volvería el hijo pródigo
donde quienes le aman, para buscar el abrazo de los ríos y esos bosques que le
rodeaban, o sentarme toda una tarde frente al lago que me daba la felicidad,
pero entonces tengo el miedo de que mis ojos hayan olvidado cómo ver lo que veía,
y volver a saludar a mis amigos sin que logremos encontrarnos, luego, la distancia
de los ideales de cada uno me volvería a herir como en mi adultez temprana, y
ya no tendría a mi padre para caminar y olvidarme de ello.
Mientras tanto, el mundo presente tiene el devenir de días
de base oscura cuyos destellos de luz son suficiente para alcanzar a ver lo que
me rodea, pero no mucho más, como buscando entre un detalle y otro la puerta de
escape, me quedo dormido todas las noches.