Tan orgánicos como temporales, habitamos en este
entorno de presentes, pasados y futuros, y el paso de los días nos hace también
pasar de nosotros mismos, de lo que pensamos, lo que creemos y finalmente lo
que sentimos, hay un leve adiós a ello en cada anochecer.
Ese temor a despertar habiendo perdido algo termina
dejándonos noches sin dormir, y fatigas que se acumulan debajo de nuestra
mirada, y de nuestras sonrisas.
Esa leve sensación de pérdida no cesa jamás, porque
la vida la trae consigo por el mero hecho de existir, y sus ganancias son de
hecho un intercambio justo y de compensación, en el que desarrollamos el hábito
del agradecimiento al descubrir elementos nuestros en esta vida.
A veces, este largo pasillo resuena silencioso y
frío, con un brillo incómodo en cada tañer de
nuestros pasos, a veces, también suena a melodías, paz y calidez, y tal
vez solo basta con ubicarnos del lado correcto del tiempo.
Hubo, en algún lugar de este mundo, alguien que viajó
mucho más allá de lo que veía o imaginaba, cuando emprendió su viaje lo hizo sin apenas
saberlo, pero lo entendió al encontrarse en escenarios y formas totalmente desconocidas.
Este viaje le entregó alegría y plenitud, y sintió que había encontrado su lugar mucho más allá de su hogar, aunque
eso le traía una sensación de ausencia y no pertenencia que se acallaba con las fuertes risas que cada sorpresa le arrancaba.
Sin embargo, los viajes se llaman así porque tienen
un inicio y un término, y muchas veces un retorno al punto de partida, por lo que un día el cosmonauta finalmente regresó, pero salvo la inmensidad y
la soledad de su viaje, sentía no haber obtenido nada.
Sin ser capaz de explicar lo que había visto, y lo
que había interpretado, el vacío se le hacía más y más evidente desde la quietud de su hogar.
Tal vez la tierra, sin grandes estrellas ni
infinitas posibilidades, parecía dolorosamente intrascendente, y puesto que
estuvo viviendo en un sueño, llegó al punto de olvidar cómo vivir, o más bien a olvidar el cómo vivía, y por consecuencia, el quién había sido durante lo que
había sido su vida (la real y permanente).
Mientras construía visiones perfectas en su mente,
recordó sus anhelos de libertad y tranquilidad, y entendió por qué había
regresado, porque había entendido que la libertad es, primero moverse junto con nuestra voluntad, pero segundo llegar a entender hacia dónde nos movemos.
El cosmonauta finalmente decidió que no tenía
sentido volver al espacio, dejó de creer en las estrellas, porque dejaron de
parecerle hermosas, pero a pesar de eso, durante un tiempo estuvo obligado a verlas
a diario.
Aunque no entiende por qué las cosas pueden tomar
carices tan irónicos, y tiene la sensación de que la gran mayoría de los viajes
que hizo fueron inútiles, ahora puede ver más allá del cielo (porque ya lo
conoce) y dormir tranquilamente.
A fin de cuentas, hay cosas hechas para ser
tocadas, otras hechas para ser contempladas y algunas únicamente hechas para ser
olvidadas.
Dentro de su memoria no existía
nada más que la imagen límpida de esos ojos y esa mirada completamente
inocente, pura, y a la vez conocedora de haber causado un daño que
probablemente no podría reparar, esa imagen, que se parecía mucho a la imagen
del amor consciente, consciente en cuanto a lo que sentía y en cuanto a lo que
producía en el otro, se convirtió en una especie de templo mental en el cual
podía ir a descansar toda vez que el agotamiento de la vida real pareciera más
fuerte que él.
Era como si esa versión joven e
ilusa de su propia persona hubiese permanecido en el tiempo, como un mensajero
que traía ese recuerdo para conservar la esperanza de aquello que había llegado
a amar en este mundo, encapsulado en un momento sutil en el cual, por vez primera
en toda una vida, había descubierto que podía acertar en entenderse, en
entender al otro, en leer una relación y en esperar lo mejor aún preparándose
para lo peor.
Esta imagen, el silencio de esa
mirada y el brillo de esos ojos tomaron una connotación tan sagrada en su
memoria, que comenzó a tener cada vez más terror frente al paso del tiempo, y
no lo hacía por el miedo a perder ese recuerdo (lo que era imposible) ni a
alejarse demasiado de ese momento (eso había sucedió ya hacía mucho) sino que
le temía al acercamiento de la muerte y la desaparición de sus memorias en
este mundo, si moría, probablemente ese recuerdo habría de irse con él y luego
de eso, toda la belleza con la que había comprendido el mundo dejaría de ser.
En cierta manera, para su consciencia,
estaría abandonando un mundo que dejaría de ser junto con él.
A fin de cuentas, solo puedes tomar las lágrimas y
el pesar de una persona realmente importante para ti, y hacer algo al respecto,
en caso contrario, las cosas se complicarán un poco, es como intentar tocar una
melodía que no amas del todo, y entonces el verdadero sonido de tu corazón no
llega a ser oído.
Si pienso en los días más felices que he tenido,
siempre han contado con la presencia de personas que me son y para quienes puedo ser realmente importante, y pensando en
eso, me he quedado dormido muchas veces, en especial en los día de soledad y
silencio, en los que busco algún detalle que me ancle esa época, sería como
volver a aquellos días pero sin miedo de perderles.
El verdadero sonido de mi corazón y las melodías
que capturan momentos de una persona, algún acorde, una canción o simplemente
un canto inocente al paso, y luego, cada vez que esto resuene, habrá más que
música en mis recuerdos.
Mirar al pasado es en primera impresión algo inocuo, puesto que no hay nada que alterar de lo que ya sucedió, nada habrá de cambiar con pensar en ello.
Sin embargo, no importa qué tan pequeño o enorme, qué tan hermoso u horrible
haya sido tu dolor, mirar hacia atrás no hará más que revivirlo, y correrás el riesgo de perder la perspectiva que otorga todo aquello que podrías haber aprendido, amplificarás la pérdida y anularás la
ganancia, romperás el equilibrio, tampoco importa si se trató de una alegría
enorme o una felicidad verdadera, mirar hacia atrás no harás más que herir tu
alma al comprender la falta de aquello.
Mirar al pasado tiene, por seguridad, un impacto en nuestro presente, y si bien es bueno entender sobre lo ganado y lo perdido, puede cargarnos con aquellos que ya no debemos llevar.
¿Qué quedará luego de que todas las luces se
apaguen y la medianoche reine sobre mi conciencia? Estar solo es, a fin de
cuentas, no poder comunicar lo que para uno es importante, sin tener a quién
decirlo realmente, y a su vez, es notar que lo que para uno es importante no lo
es para el otro, si todas las memorias y momentos vividos tienen un impacto
distinto en cada uno, pero además de eso, se ubican a niveles de distinta
importancia, ¿Qué quedará al final del día y al momento del adiós? Tal vez solo
una incertidumbre inútil.
El último verano no tuvo jamás su primera lluvia, y
como ella, hubo un montón de cosas que no llegaron (y que creo que nunca
llegarán), siento que realmente estuvo a punto de caer, lo parecía en el cielo,
en el viento, en el cómo llegaron a lucir las estrellas, pero el amanecer siguiente
no trajo nada, y me quedaron les recuerdos, sus imágenes y poco más.
No quisiera creer en eso en ningún caso, y esperaría descubrir que me equivoco si en algún momento no puedo pensar de otra manera, para eso necesito tiempo y algún milagro, como el de volver a esperar algo, o el de volver a creer en algo más.