Yo viví en y desde un lugar donde llenaba mis
pulmones de un aire frío que lo limpiaba todo, donde podía también respirar mi
alma, de los silencios, de las caricias de un mundo generoso, tanto que ahora
mismo caminaría a la orilla del viejo lago, me sentaría a escuchar lo que tiene
que decir, arrullándome, dormiría, tal vez descansaría, y mi nombre retomaría
su sentido.
Supongo que cuando los sueños y aquello que
vislumbras al cerrar los ojos convergen a lo mismo se trata de amor, que cuando
ello llama a los prados, los árboles, el cielo infinito, el silencio y los
atardeceres perpetuados, ya has visto el mundo en su forma más amada, si el
alma viaja hacia lo mismo una y otra vez, ¿No es una demanda acaso de que el
cuerpo le acompañe?, si las conclusiones por sí mismas marcan el devenir de la
vida, mi corazón ha tomado ya determinaciones irrenunciables.
Entonces, esperaré incansable por aquel día en que
innumerables hojas danzantes al himno del viento, con ríos que aún corren
profundos, negados al paso del tiempo, se unirán con mis lágrimas y la lluvia
para nuestro reencuentro, no querré más de todo ello a lo que me he visto
expuesto, y dejaré de ser feroz al volver a ser salvaje, estaré libre al
encontrar mi eterno descanso, en esos ciclos culmines en primavera, cuando el
cerezo asoma sus primeros frutos del año, con la belleza que trae la
expectativa de lo seguro, cuando el cielo es azul profundo sin sofocar, y cada
hoja ondea suavemente y en el silencio sisea su melodía eterna, y así se acerca
el atardecer, el cielo se enrojece y da paso a las estrellas que por fin puedo
ver claramente.