martes, 29 de diciembre de 2020

La soledad

 

De aquellos días recuerdo el frío, las noches leyendo al exterior, el silencio de una ciudad pausada desde hacía semanas, algunas fogatas improvisadas, y cómo esa sensación escondida de distancia frente a los otros tomó parte de mí hasta transformarse en la soledad más dolorosa que mi memoria reciente pudiese traer a la mente.

Llegando a sentir que había perdido mucho más de lo deseado, creí que solo me quedaba el camino de recordar todo, como si el futuro ofrecido no tuviese mayor importancia, y en mi cabeza creció la idea confusa de que los mejores días de mi vida ya habían pasado, ya no estaba tan acompañado como antes, ya no me sentía así incluso con las mismas personas a mi lado, y sin importar cuánto quisiera o amara a alguien, cada uno habría de seguir su camino, sin retorno, sin espera, sin esperanza. Era como vivir un luto antes de que la partida fuese real, como si me fuese a estrellar contra el suelo y empezara a dolerme desde antes. Aunque lo que vino fue distinto, fue igual de difícil. 

A veces intentaba salir a caminar pensando en sentirme más calmado, ya que el transitar por espacios abiertos solía ser una ayuda, pero en esa época la ciudad y la soledad parecían la misma cosa: un pasillo helado e interminable donde no llegaba ni toda la luz ni la calidez que necesitaba, donde podía ver a lo lejos como otros daban vueltas que nada tenían que ver con las mías, y donde mi ir y venir no tenía trascendencia alguna, nada cambiaba, todo era estático.

La ciudad arrojaba sus luces difuminadas muy muy a lo lejos, aunque algún foco lejano a mi casa alteraba incluso la visión de la noche, se me hacía lejana, yéndome a dormir con la permanente duda de si podría con toda aquella confusión, podía pasar noches en total vigilia, mientras intentaba sonreír al día siguiente.

Voy a describir la soledad como una prisión sin fronteras, de la cual no llego a escapar justamente por su inmensidad y por no haber sido nunca capaz de ver dónde empieza ni dónde termina, como un pasillo donde los pasos resuenan en un eco metálico y totalmente inhumano, lejano, distante, donde solo se ven las siluetas de aquellos que transitan por el mismo lugar pero en direcciones completamente distintas, donde cada cierto tiempo existen correderas de sillas para descansar de dar pasos que no nos dirigen a ninguna parte.

La paz


La paz es aquel valor relativo al que todos aspiramos, para quien ha vivido en guerra la paz llega a ser el cese de las armas, para quien convive con la voracidad de las ciudades modernas será encontrar el silencio y conectarse con la tierra, para quien vive labrando la tierra será la certeza de una cosecha generosa al final de la estación.

Todos queremos alcanzarla aunque sabemos que se irá volátil de entre nuestras manos, pero incluso sabiendo que nunca llegaremos a tenerla realmente, la buscamos.

A la paz la precede la calma, y la calma una sensación incluso tenue de decisiones y de libertad, si bien no podremos hacer siempre aquello que queremos, todos deberíamos aspirar a no hacer aquello que no queremos, en ese sentido ocupar nuestros días en calma, dedicándonos a cualquier cosa que nos suponga bienestar, es una forma de triunfo.

Pero las batallas por sí mismas no tienen sentido alguno, ni aún el triunfo llega a justificarlas, es solo la convicción de los valores con los que nos conducimos la justificación en sí misma, si buscáramos un propósito posterior en todo esto, sería inútil.

Nacemos en este mundo, y día tras día vamos construyendo nuestra propia versión de él, tratamos de entender lo que nos rodea sumando pequeños momentos de razón y calma, buscamos estar cerca de algo, anhelamos sentirnos cerca de alguien… y en eso se nos puede ir la vida. Debiésemos aspirar a hacer de nuestros días algo mejor.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Anhelos, desengaño y futuro

Fue cerca de estas fechas, luego de pasar algunos días en la costa y volver a Santiago que mientras andaba por la calle, de un segundo a otro, en una noche sofocante, sintiéndome solo y sin nada especial para ocupar mi tiempo, que tuve el deseo impulsivo de volver al sur, en algún espacio de mi mente mi memoria y mi conciencia habían acordado que ahí podría sentirme feliz, cerca de parte de mi familia, a un paso de los bosques, de rutas abiertas para andar en bicicleta, de parques enormes, lagos, la lluvia siempre presente y la brisa que me traía caricias esperadas desde mi infancia.

En realidad, solo tenía anhelo de aquel tiempo junto a mis amigos de antaño, el sentarme a la sombra de un árbol luego de empaparme en agua en un día de verano, tomar helado con mi padre al bajar la brisa de mediatarde, correr y reír hasta perder el aliento, dormir cuando estaba cansado, y esconderme a los pies del bosque cuando quería estar solo. Tenía el anhelo de recuperar lo que ya no existía.

Pensando en eso, empecé a agotar las instancias que hicieran esto posible, y tracé un camino que finalmente cumplió este deseo, pero entremedio transcurrió un año y medio, y cuando volví lo hice pensando en aislarme y descansar de todo lo que había vivido durante ese tiempo, mi regreso se había convertido en un retorno pasajero más que una decisión permanente, pues ya no pertenecía a ningún lugar en concreto, siendo ya otra persona.

A casi seis meses del día de mi retorno, puedo decir que en estos últimos dos años volví a vivir, experimentando amistades sinceras, en el trabajo detrás de construirlas encontré mucha más calidez en las relaciones humanas de la que había sentido tal vez en toda mi vida, volví a entender el impacto que el amor tiene en nuestras vidas, la conciencia que se alcanza al enamorarse (y también la que se pierde), recordé el dolor del amor no correspondido y aprendí sobre el no materializado, e incluso renuncié a lo que podría haber amado por toda una vida, ya que en esta curiosa cadena de aprendizaje, que jamás es lineal, entendí que aquello que nos hace vivir a veces debe quedarse en el pasado justamente para seguir viviendo, tomar una posición de espectador frente a las propias dificultades no es la mejor forma de consumir los días (que habrán de terminar, como casi todo).

En estos últimos años he tenido días en los que no he parado de reír, y he tenido días en los que no he tenido la voluntad de hacerlo, he tenido días en el que el futuro ha parecido un enemigo y el pasado un amigo, y también justo lo contrario, he dejado de sentirme solo todo el tiempo y he podido desarrollar cada vez más la gratitud, y en ello, en la decisión de marchar incluso de un lugar amado, sin tener certeza absoluta de hacia dónde me lleven mis decisiones, he recordado las palabras de Frodo Bolsón:


¿Cómo se reconstruyen los hilos de una vida anterior?
¿Cómo seguir adelante, si en el corazón, uno empieza a entender,
que en la vida no hay marcha atrás?