En aquellos veranos, la segunda mitad de la tarde
era mi época favorita para estar vivo, luego de haber resistido un calor
generoso y lleno de vida, podía asomarme bajo el sol sin miedo, y libre de
vestiduras echarme a correr por el pasto mientras arrojaba agua sobre mi cuerpo
una y otra vez, viajando entre el bienestar y el descanso, yendo y viniendo
desde cada sensación, mi cuerpo rebosaba de felicidad y finalmente mi mente
tocaba el éxtasis de ser consciente, si existe algo como el espíritu o el alma,
la mía vivía sus momentos de plenitud como aquel que encuentra su hogar lleno
de todo lo que ama y sin nada que rompa esa paz.
En esos momentos, solía reírme solo e intensamente,
vibraba por el simple hecho de estar ahí, de pie, frente a una inmensidad que
me invitaba a disfrutarla en lugar de amenazarme, y a veces, sentía la extraña
sensación de que a pesar de no poder compartirla, era una felicidad completa,
porque era exclusiva de mi vida, la cual había venido a experimentar con el solo objetivo de esos atardeceres.
“…un día, mientras revoloteaba bajo el agua
y chapoteaba sobre el pasto, sentí un golpe de frío sobre mi espalda y una risa
cercana y familiar, y cuando me volteé aún sin retirar mi
expresión de asombro (y entumecimiento), la vi en frente mío con una sonrisa gigante y la mirada inocente de su bondad, y el deseo de lo mejor para mí, entonces
tomé el regador y lo apunté sobre ella, el entretanto entre que quedó empapada
y estuvimos el suelo ahogados de la risa fue como un espiral, eterno, como un
momento cíclico, en el cual busqué sus ojos para compartir un suave pestañeo,
luego del cual no volvería a verla nunca, eso fue lo que me dejó la vida.”